Iñaki Egaña
Historiador

21A

Las lecturas de las autonómicas en la CAV surgieron en la misma noche electoral. Excepto la candidatura de Podemos, el resto hizo una lectura triunfal. Aunque vistos los resultados y las tendencias ahondadas en los últimos años, el «resultado histórico» correspondería únicamente a la izquierda soberanista. Más aún cuando la referencia se traslada a las dos últimas décadas. Ayer, como quien dice, una de las patas de esa izquierda soberanista se encontraba ilegalizada, al borde de las catacumbas, varias de sus caras visibles encarceladas, en una época en la que el independentismo vasco estaba criminalizado hasta el paroxismo, con una estrategia que abarcaba al «todo» social, económico y cultural, y con el euskara –sin descubrir aún la mano de Irulegi– «como cobertura legal para difundir el ideario de ETA», según auto del juez Del Olmo. Faltaban, lo dijo en cierta ocasión uno de los imputados en la causa contra una empresa cultural, los tanques que ya estaban calentando motores.

En más de una ocasión, los portavoces de EH Bildu se han referido al periodo actual como el de la «paciencia estratégica». También como el del resultado de un permanente «sirimiri» que, a fuerza de caer, concluye empapando a quien lo padece. Algo de esto había también en las actividades de los grupos revolucionarios del siglo pasado. Buscar una cuña o varias cuñas en el entramado social del Estado, para percutir permanentemente en ella, hasta abrir un boquete de grandes dimensiones. La pugna por las hegemonías.

Es cierto que paciencia, sirimiri y equilibrio gramsciano, necesitan de un desarrollo pausado, al estilo de las carreras de montaña, dosificando tiempos y ritmos, apretando y desacelerando. Contrario a aquello que atribuyeron a Fidel Castro, eso de «ni un paso atrás para tomar impulso». Claro, que el líder cubano se encontraba en situación privilegiada, dirigiendo un Estado soberano, es cierto que hasta donde podía. La izquierda soberanista, en cambio, apenas ha alcanzado cotas de poder, con excepción de las cercanas, en los municipios en los que gobierna y en la influencia en los gobiernos que, activa o pasivamente, apoya. Pero, a pesar de ese camino esbozado de sosiego, la tenacidad ha contribuido a alcanzar una velocidad que muy pocos presuponían, especialmente en el bando alternativo, el de la marmota, y en el contrario, que apostó por la «ofensiva final».

Las claves han sido varias, obviamente. Y la sorpresa mayúscula sigue estando en Madrid, donde aún piensan que hicieron lo correcto para que esta coyuntura no llegara a existir jamás. Al menos es lo que expresan sus medios, incluso muchas de sus referencias, desde el incombustible Mayor Oreja, que fue candidato a lehendakari y ministro del Interior, hasta Juan Carlos Monedero, uno de los artífices del «Empieza el cambio». Y es que, a pesar de que La Castellana se encuentra a 300 kilómetros de Euskal Herria, la sensación que tenemos en nuestra tierra es que la distancia supera los 3.000 kilómetros. Intentar entender desde el centro a la que llaman periferia, los ha llevado a fracasar en los diagnósticos. Hoy, la izquierda europea plausible de llevar ese apellido es la soberanista: ERC, Sinn Féin, EH Bildu... El resto, anclada en la idea jacobina, está condenada al fracaso, al menos por la experiencia que rezuma el siglo XXI en nuestro viejo y ajado continente.

Al margen de la «paciencia estratégica» esa izquierda soberanista del «éxito histórico» se encontraría, entre otras valoraciones, en una «fase pedagógica». Ya sé que el término es demasiado ambiguo como para caracterizarlo con una única y redonda definición. Pero, al margen de cuestiones semánticas, la pedagogía proviene de un feedback, presente en el ADN de la izquierda abertzale desde décadas, y extendido, por no decir acelerado, en los tiempos que corren. La sociedad contamina a sus agentes políticos y sociales, y viceversa. ¿Quién fue antes, el huevo o la gallina? Nunca lo sabremos, aunque los modernos biólogos apunten al huevo. No tiene relevancia para el tema que me ocupa. Porque esa contaminación de ida y vuelta, marginada en los análisis electorales para explicar tendencias, es la que determina éxitos. La sociedad actual va a semejante velocidad que quien no sepa leerla tendrá problemas para su adaptación.

Nuestra comunidad tiene una serie de características singulares. En una ocasión, y en cierto análisis electoral, este mismo medio señalaba que en su acomodo político la sociedad vasca era de «centroizquierda». Y es muy probable, tomándola en su conjunto. Sin análisis parciales como los de los votos de Neguri, donde hasta Vox sobrepasó a EH Bildu, u Orexa, donde todas las papeletas depositadas en la urna fueron para la izquierda soberanista. Pero esa derecha que equilibra y que incluso se dice «independentista con los pies en el suelo», está fuertemente matizada por una izquierda activa e influyente como no sucede en otros lugares de Europa. El sindicalismo, los movimientos sociales, las manifestaciones solidarias y reivindicativas, la potencialidad en la defensa de la lengua nacional… conforman un magma que contamina a unos y a otros. ¿El huevo o la gallina?

Esta pedagogía tiene su sustento en la ideología, sin duda. Pero tengo la impresión de que, sin ser aparcada, la comunidad vasca se refleja en otro apartado, no menos importante. Ya sé que el vocablo es de los manidos. Me refiero a los valores: compromiso, solidaridad, empatía con los de abajo, responsabilidad, confianza… y humildad. Esta última, probablemente por los golpes recibidos, quizás en exceso. Y estos son los valores que no comprenden a más de 300 kilómetros (o 3.000). Somos una sociedad más vertebrada y contaminada por esos valores de lo que suponen.

Y estas ideas me han alcanzado, precisamente, este jueves pasado, 50 aniversario de la Revolución portuguesa de los Claveles. Como todos los días he recalado a desayunar a las 7 de la mañana en la taberna del barrio, donde nos reunimos parroquianos desconocidos para leer la prensa escrita. Desconozco el nombre de la mayoría, incluso su voto. Cuando el tabernero ha abierto la persiana, hemos entrado en procesión y ocupado nuestra mesa habitual. Al instante, ha sonado el "Grandola, Vila Morena". Regalo de la casa. Nos hemos mirado, algunos han levantado el puño, otros han seguido el tono y todos han respetado el momento hasta el fin de la canción revolucionaria. Acto seguido hemos abierto los diarios, volviendo la vista a sus páginas. El jueves, me sentí nuevamente contaminado, en un medio aparentemente neutral. Y reiteré mi convicción de que, efectivamente, somos una comunidad singular, orgullosa de sus valores.

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